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Gaviota sobre el mar
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15 novembre 2006

LO QUE SE LLEVO EL TSUNAMI

Cenizas de pensamientos sobre lo que se llevó el Tsunami
Available in: English, French, Russian, Arabic

En enero de 2005, Chulie Kirtisinghe De Silva encontró consuelo escribiendo sus recuerdos del 26 de diciembre de 2004, el día en que el espléndido mar le quitó su familia y su país.  Tardó mucho más en encontrar el coraje para compartir lo que escribió y al principio, lo hizo con sólo un puñado de amigos.  Esta es sólo una historia, y sin duda hay muchas más.  Pero estos hermosos recuerdos familiares guardan el espíritu de un espacio y de vínculos que trascienden y nos ayudan a honrar las miles de historias de aquel terrible día en que el mar cambió.

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Chulie de Silva y su familia en Siriniwasa. De izquierda a derecha: Ysoja, la hermana mayor de Chulie; Prasanna el hermano de Chulie; y dos primos.
Fotografía © Dr. Bertie Kirtisinghe

Desde siempre hablé con el mar. Ese mar detrás de nuestra antigua casona de Hikkaduwa, en la costa sur occidental de Sri Lanka, era mi amigo. El mar me oía, me calmaba, me fascinaba.  Cuando terminaban las vacaciones escolares y todos estaban listos para volver a la casa de mi abuela e ir a la escuela y se aglomeraban en el automóvil, yo siempre pedía que me esperaran un minuto, que me dejaran despedirme por última vez del mar.  Corría a la playa con los zapatos en la mano para sentir la arena por última vez y respirar el aire marino. Tanto mi padre como mi familia me consentían cumplir este ritual.

Una semana después del tsunami fui una vez más a hablar con el mar.  Tuve que atravesar la vecina estación de buceo Poseidan para llegar a la parte posterior de la casa, la cual conduce directamente a la arena. Como una niña, quería preguntarle por qué se había convertido en un monstruo que devoró a mi hermano Prasanna. Él era el único de esta generación que había nacido en la casa; yo siempre me he sentido orgullosa de haber nacido en Hikkaduwa, pero Prasanna era el verdadero hijo de la casa de Hikkaduwa; la casa cuyas paredes lo acompañaron en sus últimos momentos.

Mi abuelo construyó la casa hace casi 100 años y la llamó Siri Niwasa, “la casa elegante”.  Mi padre, quien la heredó, la llamó el jardín junto al mar.  Mientras estaba parada frente a sus ruinas ese día hace casi un año, reprendiendo al mar, una solitaria sandalia negra de taco alto que me pertenecía se tambaleaba sobre una losa de cemento roto. Había dos voluminosas mujeres extranjeras de mediana edad envolviéndose en toallas de playa; el cerco de madero de canelo ya no estaba, los cocoteros que mi padre plantara con tanta ternura estaban desnudos hasta las raíces. El mar besaba gentilmente la arena, pero no me respondió.

Este fin de semana después de Navidad fue similar a tantos anteriores que yo ya había pasado en Hikkaduwa.  Donde quiera que estuviésemos, la fuerza de esta casa era muy fuerte para todos.  Cuando viajé por primera vez a Inglaterra, solía escribirle a mi padre tres veces a la semana pues extrañaba el cariño y la calidez que prodigaba esta casa.  En ese entonces, soñaba con el mar, los cocoteros, yo tendida en la habitación del fondo leyendo, masticando pepitas de hakuru, pequeños exquisitos trozos de azúcar de palma.  Una vez que me atrasé en responder una carta a mi padre, me reprendió diciendo: Esta cuenta se cerrará pronto y entonces no te quedarán más que recuerdos, meras cenizas de pensamientos.

Estaba muy cansada luego de una dura semana de trabajo de fin de año, pero lo único que quería era volver a Hikkaduwa, leer un poco como antes, caminar por la playa y conversar con mi amigo, el mar.  En Hikkaduwa se celebraba la Navidad con todo lo de costumbre.  Música disco mezclada con risas y petardos que explotan de vez en cuando. La noche estaba húmeda y sofocante y ninguna brisa agitaba los cocoteros. Me afirmé en el cerco de canelo y observé como la luna dibujaba rayos plateados sobre las olas.  Oí a mi sobrino de 13 años, Mathisha, que le pedía a mi cuñada que lo despertara a las 6 am. porque quería salir a trotar. “Yo también quiero ir”, le grité, “despiértame”.

A la mañana siguiente él salió a trotar y yo lo acompañé caminando con su fiel perro mestizo Lassie llevando la delantera como siempre.  El mar estaba calmo, el arrecife descubierto y el cielo azul con visos rosados. Intercambiamos los típicos buenos días con otros deportistas madrugadores. Los niños de la escuela se estaban preparando para una lección de natación y yo sonreí al ver sus caritas concentradas mientras hacían los ejercicios.  Me detuve frente al puesto de sombreros de paja y conversé con un muchacho desgarbado que colgaba la mercadería. Me dio gusto ver a mi amiga de la infancia, Laleeni, en su patio. Ella y yo conversamos por sobre el cerco como siempre lo habíamos hecho todos estos años y hablamos sobre reunirnos el día de Año Nuevo, cuando su hermana Vajira, quien además fue la dama de honor de mi matrimonio, llegara a Sri Lanka.

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Sri Lanka, Fotografía © Chulie Kirtisinghe De Silva, Banco Mundial

Tal vez pueda parecer curioso para alguien que le habla al mar, pero yo nunca aprendí a nadar bien.  Ese día también jugueteé un poco en la orilla del mar y me sorprendí gratamente de lo tibia que estaba el agua. Mi hermano era el orgulloso anfitrión de mi sobrino mayor Kanishka y de sus compañeros de la facultad de derecho de la Universidad de Colombo en su estadía de fin de semana.  Observé a los futuros abogados jugar críquet en la playa; una pandilla de niños cuyos hombros aún no cargan el completo peso de la vida. Sin nada que hacer me di vueltas por ahí mirando con ternura nuestra casa a través de los cocoteros; mi hermano Prasanna leía los periódicos del domingo en el sillón principal mientras mi cuñada iba y venía para servirle té a los chicos.  Pensé en lo afortunados que éramos de poder disfrutar de las maravillas que nos daba esta casa.

La marea subía muy rápido, las pequeñas olas dieron paso a unas más grandes; “qué extraño, esto no es normal”, pensé por un segundo al salir del agua y entrar a la casa a darme una ducha.  Cuando salí de mi habitación, Prasanna me dijo, “Akka, hermana, ¿a qué hora vas a volver?”. Dame las llaves de tu coche porque te lo quiero lavar.  Ese era otro ritual.  Cada vez que venía por el fin de semana, Prasanna, fanático de los coches que amaba todo lo que tuviera que ver con ellos, me lavaba el automóvil. Le dije que saldría después de almuerzo y me respondió que los periódicos del domingo en inglés estaban en la casa principal.  Volvió a leer el que más le gustaba, el “Lakbima” Sinhala en la veranda de la cabaña.  Esta construcción de un solo dormitorio, ubicada detrás de la casa principal, estaba a unos pocos metros del mar.  Durante el apogeo de la casa de Hikkaduwa, esta habitación anexa se usaba para almacenar los cocos y la canela. Ahora era nuestro lugar de reunión preferido, donde nos juntábamos para tomar un trago al atardecer y disfrutar de una vista perfecta del horizonte.

Después de leer el periódico en la kotu midula, el patio interior sin techo típico de muchas casas antiguas, fui a la cocina.  Mi madre, mi Amma, es una mujer implacablemente independiente, famosa por su cocina. No sólo cocinaba ella misma sino que me hacía y envasaba suficientes curries como para que me duraran dos semanas en Colombo.  Mientras conversaba con ella, yo devoraba una de sus especialidades de pescados del Sur. Ella hurgaba en recuerdos de cuando llegó a la casa, joven y recién esposada, hace casi 60 años.  Aunque las esquinas de esta casa de 96 años se estaban desmoronando un poco, la construcción mantenía su encanto. Lo mismo ocurría con mi madre: las marcas en su cara eran más pronunciadas pero, a los 82 años, seguía siendo hermosa y elegante.

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Fachada de la casa.
Fotografía © Chulie De Silva.

Mi cuñada, Padmini, había enviado un plato de arroz cocinado en leche de coco.  El kiribath es lo más cercano al risotto que tenemos los ceilandeses.  Se cocina en ocasiones especiales y es el plato preferido de todos.  Me serví una porción y fui a buscarla para preguntarle por el lunu miris picante, el tradicional y ardiente acompañamiento del arroz hecho con cebollas y ají.  Deben haber sido las 9:20 a.m.  Al pasar por la veranda trasera de la casa donde solía sentarme a comer, me fijé que no había cerrado la puerta del baño hacia mi habitación. Por un momento, dudé si debía volver y cerrarla. “Iré después”, pensé.

De vuelta en la cocina apenas tuve tiempo de poner mi plato en la mesa cuando mi hermano menor, Pradeep gritó que sacara a mamá pronto porque el mar se venía encima. Justo en ese momento, me aprontaba a preguntar qué era ese ruido, pero no creo haber tenido tiempo de completar la frase. Kanishka, mi sobrino menor y dos de sus amigos habían llegado y entre todos obligaban a mi madre a salir de la casa.

Ninguno de nosotros estaba preparado para el enorme torrente de agua que se nos vino encima mientras salíamos.  Fuimos tirados, empujados y impelidos con una fuerza increíble. Las reacciones respondían sólo al instinto. Los chicos levantaron a mi madre, la mantuvieron sobre el agua y nadaron con ella. Enormes losas de concreto sueltas venían hacia nosotros a toda velocidad pero pasaban milagrosamente de largo. Mi madre gritaba: “Qué pasa, qué pasa, ¿se rompieron acaso las cañerías? Yo simplemente me dejé llevar; era una fuerza contra la que no podía luchar.

Pero mi mente se movía tan rápido como el agua: pensamientos extraños, recuerdos de una capacitación sobre liderazgo de equipos que habíamos hecho, un ejercicio sobre supervivencia en el desierto y pensé: “Vaya, esto es exactamente lo opuesto”. Otro pensamiento tenía que ver con una historia de D.H. Lawrence, La Gitana, y sus referencias a una riada.  También me rondaba la idea de si sobreviviría a esto. Salimos despedidos junto al Mazda de mi hermano y no recuerdo cómo pasamos por encima de la reja y un Pajero que estaba estacionado.  Vi que llevaban a mi madre a un lugar seco cerca de la estación de policía y que salía a ayudarla un policía, pero a mi me arrastraba la corriente. Después de una arremetida desesperada me aferré a una rejilla metálica frente a una ferretería, mientras láminas de metal sueltas, postes de hierro, automóviles y cuerpos se arremolinaban y pasaban.  Un hombre me gritó del otro lado que nadara hacia allá, que ellos me afirmarían.  “No sé nadar, me quedaré acá”, grité.  Mis sandalias se enredaban en los escombros y me las saqué de una patada. Otro hombre subía al techo del negocio y me gritaba que lo siguiera.  Miré el destartalado poste y el techo en ruinas y decidí quedarme ahí mientras la corriente me retenía y azotaba una vez más contra la rejilla de metal.

Y tal como llegó, el agua retrocedió.

Sólo pensaba en mi madre: fui a buscarla abriéndome paso a través de la multitud que gritaba y lloraba.  La encontré sentada en una silla al otro lado de la línea del tren.  Estiró las palmas de las manos y los pies y dijo: “Mira, ni un rasguño; tu padre debe haberme cuidado”.

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Parte posterior de la casa, patio destruido.
Fotografía © Jim Rosenberg

Probablemente a la misma hora en que yo caminaba hacia el comedor con mi plato de kiribath y sin que nos diéramos cuenta, una ola un poco más grande de lo usual había tocado la playa.  Los chicos que jugaban críquet gritaron entusiastas, la ola había emparejado el terreno y creado una excelente cancha.  La siguiente, un poco más grande, aunque aún no aterradora, botó el cerco de canelo.  Kanishka empero tuvo el aplomo en ese momento de instar a su decena de amigos a que corrieran a la casa.  El agua entró a la cabaña hasta el nivel de los tobillos. Prasanna le había dicho a Padmini, mi cuñada: el mar está un poco fuerte hoy.  Padmini salió para cubrir los platos que había puesto en la mesa de afuera de la cabaña para el desayuno de los chicos. 

Curiosamente, nadie miró el mar.  Nadie vio qué se nos venía encima.  En unos pocos segundos, el agua llegó casi a los dos metros y luego superó el techo y lo botó.  Prasanna, Mathisha y el amigo de Kanishka, Amila, quedaron atrapados en el remolino de agua e intentaron desesperadamente colgarse de una viga.  La corriente lanzó a Padmini por el mismo corredor que yo había atravesado caminando segura hacía unos pocos minutos. Un pesado aparador giró casi solo y golpeó a Padmini.  Con fuerza sobrehumana, ella se las arregló para alejarlo con su hombro.  Amila se soltó y Prasanna pudo agarrarlo y tirarlo hacia adentro mientras gritaba a Mathisha: “Buddhu putha go”, “¡hijo querido, ve!”.  El agua empujó a Mathisha y a Amila fuera de la casa y los chicos se agarraron desesperadamente a dos cocoteros.  Amila gritó a Mathisha, más joven que él, que se no se soltara por ningún motivo.  Mathisha dio vuelta la cabeza y vio como las paredes de la cabaña se derrumbaban; Prasanna, su padre, quedó atrapado entre los escombros.

Padmini, luchando contra el torrente de agua que barría su cuerpo hacia delante, vio a Lassie encima de un flotador.  Vio también a Pradeep, mi hermano menor, y juntos volvieron, como locos, en busca de Mathisha; saltando sobre roperos volcados llegaron a la veranda trasera de la casa y vieron como Mathisha se soltaba y caía del cocotero. Pero las aguas ya se estaban retirando.

Dejé a mi madre en el primer piso y volví corriendo a Siri Niwasa; mi madre se quedó con una turista belga a quién le pedí que la cuidara.  Cuando bajé corriendo la escala escuché que la mujer le decía a mi madre, “Usted debe haber sido una mujer muy linda”. Alcanzo a oír su respuesta: “No, sólo era agradable”.

Escombros por todas partes. Una capa marrón de cieno lo cubre todo como un vómito, vidrios quebrados, ropa, carteras, una bolsa de baño, una caja vacía de una loción para después de afeitarse que le regalé a mi hermano la última Navidad, mi blusa favorita de lunares blancos y azules.  Más allá del kotu midula o patio interior ya no queda nada. No puedo encontrar mi habitación; se derrumbó como un castillo de naipes. No hay muebles en la casa. No pude pasar más allá de la puerta, aquella puerta que mi padre miles de veces había llamado el camino que lleva al amor.  Había divisado por primera vez a mi madre a través de esta puerta y se había enamorado de ella. Los cables eléctricos estaban cortados y habían enormes rumas de muebles rotos.

A través de un hueco veo a Pradeep, Padmini y los dos niños.  Suspiro de alivio.  Prasanna, a quien no veo en ese momento, es el más fuerte de todos así que no tengo por qué preocuparme.  Corro para ayudar a varios turistas que sufrieron cortes y están sangrando. Mi auto, que estaba afuera del porche, está ahora más allá del cerco, pero no tengo las llaves para llevar a los heridos al hospital. Supongo que tampoco hay camino.

En el medio del caos y los gritos, un turista de sangre fría está filmando. Veo un teléfono móvil en su bolsillo y le pregunto si lo puedo usar.  Es danés, me dice, pero si puede hacerlo funcionar, adelante.  Llamo a mi amigo Jan, quien debía venir con sus amigos a Hikkaduwa esa mañana. Su voz suena apagada, aún dormida, pero no tarda en despertar. Veo a otro de los jóvenes amigos de Kanishka y pregunto: “¿Están todos bien?” Lo escucho decir: “sí, todos, menos el tío Prasanna”.  Siento que se me doblan las rodillas y luego veo a Padmini con la cabeza entre las manos llorando: “Mi Prasanna se ha ido, mi Prasanna se ha ido!”  Miro a mis dos sobrinos con incredulidad. Mathisha, el más joven, tiene un corte y sangra, pero el dolor que veo en sus ojos no proviene de esa herida.  Miro a Kanishka y le digo “ven, tenemos que ir a buscarlo”. Cruzamos corriendo la calle, esquivando congeladores, botes. Cortamos en diagonal a través del jardín de la cooperativa y veo a Pradeep parado donde estaba la cabaña. Nos hace señas para que no nos acerquemos. Kanishka está detrás de mi, tirándome hacia atrás.  “¡No vayas, Nanda, tía! ¡No te dejaré ir!”.  No logro pensar más que en Prasanna atrapado entre los escombros.  Luego, me detengo en seco.  El jardín y la playa se han transformado en una caverna. El mar no se ve.  El arrecife está totalmente expuesto y una franja marrón de coral muerto también está cubierta por este vómito marrón. Entonces me doy vuelta y le grito a Kanishka y a todos los demás: Tenemos que ir a un lugar más alto, la próxima ola será peor y no está lejos.

Parte posterior de la casa.
Fotografía © Jim Rosenberg

Mi madre baja de mala gana sin comprender la gravedad de la situación. “Toda la comida que te hice con tanto cariño debe haberse echado a perder a estas alturas”, me dice. Para cuando logró llevarla hasta el primer piso, la segunda ola ya llegó.  Pradeep está ahí, pero a Mathisha lo habíamos enviado con unos turistas para que le curaran las heridas.  Hay más llamadas para que busquemos lugares más altos y la gente arranca en desbandada.  Temo que la casa que nos alberga pueda derrumbarse. Nos alejamos lentamente caminando por el agua a terrenos más altos, Kanishka lleva a Padmini y yo a mamá.

Le pedimos a Kanishka que busque a Mathisha.  Tomamos té caliente y nos refugiamos en la casa de una amiga, quien saca el peróxido de hidrógeno, las cremas antisépticas y otros productos similares. Tratamos de escuchar la radio para confirmar lo que hemos oído, que la costa está destruida.  Pradeep encuentra al vecino quien llega en un furgón para alejarnos más de la cosa. A medio camino encontramos a Laleeni, mi amiga, y su hija, caminando.  Se unen a nosotras.  A Mathisha lo rescatamos de un bus rumbo al Hospital Galle.  Mientras el furgón avanza alejándose de la costa, vemos a grupos de aldeanos del interior –saqueadores– corriendo en dirección a Hikkaduwa.  Finalmente llegamos a la finca del primo de Laleeni, Upal, en Annasigala.  Hay cierta ansiedad. Upal espera a su hermana, Tamara y su hija, quienes deben llegar en el tren de Samudra Devi, la Reina del Océano.  Encendemos la TV para ver noticias. Escuchamos con alivio que el tren llegó sano y salvo a Hikkaduwa.  Pradeep me confirma que Prasanna está muerto, que sacaron el cuerpo pero que tuvieron que dejarlo y correr cuando vino la segunda ola.

Arroz café salvaje, curry de lentejas, Jak, el almuerzo es abundante y generoso, pero no puedo comer. Estoy preocupada. Cómo podré contarle a mi mamá que su adorado hijo, su preferido, ya no está.  El aire de pronto se rompe con una joven voz que grita: “¡Ammi no está, se fue, no pude hacer nada para salvarla!”.  La joven sobrina de Upal llegó en un tractor, con un visitante británico y tres escandinavos.  Sheth, británico de sangre ceilandesa, tiene un corte profundo en el pie. Una joven perdió a su pareja. El hombre ceilandés que los trajo en el tractor no tiene idea si su familia está viva o muerta. Upal lleva a los heridos al médico. Llamo a la estación de TV estatal para decirles que el tren no está sano y salvo; que según lo que oímos hay más de 2.000 muertos.

No tenemos dinero, ni ropa salvo la que llevamos puesta. Pero el teléfono de Upal funciona y llamo a muchas personas para contarles que mi pequeño malli, mi hermanito, se fue para siempre. A medida que cae la tarde, dos de los amigos de Kanishka aparecen en la finca. El cuerpo de Prasanna fue arrastrado por las olas y apareció en la orilla cerca de la estación de policía y ahora está en el hospital rural.  Un miembro de la familia debe ir a identificar y reclamar el cuerpo antes de que sea enviado a la morgue de Galle.  Padmini, mi madre y Mathisha duermen, están agotados.  Salgo silenciosamente de la casa. Laleeni viene y me da sus pantuflas y un billete de mil Rupee.  La mujer de Upal me pasa ropa limpia.

En parte a dedo y en parte caminando, llegamos al hospital cuando cae la noche. Los cuerpos están tendidos en la galería.  Hombres, mujeres, niños: vidas sofocadas en unos cuantos segundos.  Muchos tienen espuma en la boca, los cuerpos contraídos en agonía, en sus caras la lucha con la muerte es evidente.  El hedor de la muerte lo inunda todo. Mi hermano está tendido de espalda, sin camisa, su bello rostro en paz.  Me arrodillo a su lado, tomo su fría mano, inclino la cabeza y me esfuerzo por decirle algunos versos para bendecir su alma.

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